

Por Carlos Arboleda González
“La Cenicienta”, aquella famosa obra tomada de la tradición oral por Charles Perrault y publicada en Francia en 1690, sobre una hada madrina que socorre a una bella y pobre mujer maltratada por su madrastra y sus hermanas mayores, ha sido utilizada, muchas veces, para demostrar o describir situaciones de la vida real. Decir, por ejemplo, que la cultura ha sido la cenicienta de los gobiernos de turno es casi que un lugar común.
Pero bueno, hoy quiero traerla a colación, precisamente como una historia real de Supía, municipio del occidente caldense. Allí, hace pocos años, vivía una joven, llamémosla Elena, cuya hermosura mantenía alterada la tranquilidad sexual de los supiéños de todas las edades. Cuando salía a la calle no había hombre que no se deleitara con su caminar y su figura toda. Luego de terminar su bachillerato en el Instituto Técnico Francisco José de Caldas, empezó estudios de enfermería en Manizales, los que, debido a la pobreza de su familia, no logró terminar. Tuvo que volver a su tierra a tratar de conseguir cualquier empleo que le permitiera ayudar al sostenimiento de su hogar materno. Obviamente, su belleza le permitió, por algún tiempo, trabajar como enfermera en el Hospital San Lorenzo. Pero como no tenía sus certificados de estudios al día, esta dicha le duró poco tiempo. Su familia tenía un pequeño restaurante. Y Elena, ante la carencia de otras alternativas, tuvo que dedicarse a trabajar en el, cuya especialidad eran los “Callos con huevo” y “El mondongo”. Dicen, quienes han vivido en este municipio, que eran los mejores del mundo. Los días de matada de ganado, ella tenía que levantarse a las cinco de la mañana, pues le habían encomendado el aburridor trabajo de lavar el mondongo, oficio para muchos repugnante, porque había que retirar, muy bien, los excrementos del animal.
Luego de estar dedicada a tan aburridor trabajo, un día unos amigos supiéños residentes en España, que habían venido de vacaciones, la animaron para que emprendiera viaje a la Madre Patria. Ellos mismos, obviamente con la esperanza de conquistar su querer, le ofrecieron mandarle los pasajes y darle el dinero necesario para el viaje. Con lágrimas en los ojos, por tener que dejar a su familia y con la angustia de emprender un viaje hacia un mundo desconocido, Elena tomó el vuelo Bogotá-Madrid. Sólo una pequeña maleta de cuero, raída por el uso y los años, le acompañaba. Los nervios la devoraban. El viaje más largo que había hecho en su vida había sido Supía-Manizales. Cuando llegó al aeropuerto de Barajas, de acuerdo con las instrucciones que le habían dado sus amigos, tomó el tren que le llevaría a la Plaza España, lugar donde debía desplazarse hacia el apartamento de uno de sus paisanos que vivía cerca de allí. Se sentó en el tren al lado de un señor de unos 65 años de edad, y con recogimiento empezó a rezar para que no tuviese ningún contratiempo. Mucho antes de llegar a la Plaza España, su vecino empezó a sufrir un infarto. Se fue al suelo y quedó desmayado. Ella, gracias a sus conocimientos de enfermería, empezó a auxiliarlo. Le dio respiración boca a boca, le masajeó el corazón y le aflojó la corbata. Al llegar a la estación, el personal encargado de estos casos llamó una ambulancia y le pidieron que por favor les siguiera ayudando mientras arribaban al hospital. Sin pensarlo dos veces y olvidándose de sus amigos que la estaban esperando, aceptó. Es más, se quedó en el hospital pendiente de la suerte de su vecino. A las cinco horas fue llamada a la habitación del enfermo y éste, quien ya sabía que había sido su ángel guardián, le preguntó qué hacía, dónde vivía, etc. Al conocer su historia le pidió el favor que se fuera para un cuarto del hotel donde él estaba hospedado, pues se encontraba de turista en España. Elena, obviamente, no quería acceder, pero fue tanta la insistencia que aceptó irse esa noche con él para el hotel, uno de los mejores de Madrid, donde durmieron en cuartos separados. Allí estuvo ocho días, dejándose atender con mucha timidez por él, quien no sólo le mostró Madrid, sino que la invitó a los restaurantes y sitios más exclusivos de la capital española. Apenas tuvo tiempo de informarles a sus amigos en las que andaba. El señor Olaf la trataba con respeto, admiración y gratitud. Él sabía que, si no hubiera sido por Elena, no habría alcanzado a llegar con vida al hospital.
Estaba fascinado por su forma de ser, su belleza, su gracia, su porte. A los ocho días le pidió que lo acompañara a su tierra, Holanda. Elena se opuso, pero terminó cediendo ante los ruegos de tan especial caballero. En vuelo de primera clase, llegaron a Holanda. En el aeropuerto los esperaba un Mercedes Benz. Finalmente llegaron a la casa de Olaf. Era un castillo medieval, enclavado en un bosque, con 20 sirvientes a su disposición. Allí la presentó como su novia y ella sonrió cuando escuchó tal palabra. En el mes que estuvieron en el castillo, él le contó que era soltero, sin herederos, que su título nobiliario provenía de una larga tradición y que la belleza y la forma de ser de ella lo tenían deslumbrado. Le pidió formalmente que se casaran, a pesar de la diferencia de los 20 años de ella, con los 65 de él. Elena le dijo que no, porque no lo quería. Ella deseaba casarse por amor. “El amor vendrá después”, le contestó. “Es que mi familia es muy pobre, humilde, sin ningún bien de fortuna”. “Lo que yo tengo, podemos compartirlo con ellos”, le dijo suavemente. Elena no pudo encontrar un argumento convincente para que el conde Olaf desistiera de su empeño. “Bueno, Olaf, acepto, pero tienes que venir conmigo a Colombia a pedir mi mano y a que mi familia te conozca”. “Claro, separaremos pasajes para mañana mismo”.
Hoy en día es una pareja feliz. Ella todavía cree que es un sueño. Sus progenitores los han visitado varias veces. Y cuando ellos vienen a Colombia lo hacen a un gran apartamento en “El Poblado”, en Medellín, que la pareja les dio al poco tiempo de casados. Y su padre semanalmente recorre las dos fincas que le compraron cerca de Supía, en las veredas “Murillito” y “La Torre”, para que estuviera entretenido. Los únicos perjudicados con esta increíble historia son los supiéños pues, desde entonces, han dejado de probar el mejor mondongo y los más exquisitos callos que se hacían en la localidad. El que sí los disfruta es el conde Olaf, con el rimbombante nombre de “Callos a la madrileña”, hechos por su adorada y bella esposa, la condesa Elena, la que, además, le ha enseñado a degustar toda nuestra cocina vernácula, incluyendo las “colaciones” de Supía.