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Historia

El 3 de enero de 1896 murió en París, en la buhardilla de una prostituta, con la que vivió sus últimos días, enfermo de cirrosis crónica y en la más absoluta pobreza, uno de los más grandes poetas de Francia y del mundo literario de todos los tiempos: Paul Verlaine. Había nacido en una familia burguesa, en el pequeño pueblo llamado Metz, el 30 de marzo de 1844. Hijo único, extremadamente feo, casi contrahecho, sobreprotegido por su madre. A los catorce años leyó  “Las flores del mal” de Baudelaire, y conoció, asimismo, la grandiosa obra de Allan Poe. Andrés Holguín en su famosa “Antología de la poesía francesa” lo define como: “Sensible, enfermo, noctámbulo, melancólico, débil de voluntad y gobernado por instintos confusos y violentos”. Es una excelente radiografía de una de las más altas cifras de la literatura universal.

Conoció a Arthur Rimbaud, en la Comuna de París, en medio de una gran tenida etílica. A los pocos días recibió una carta con unos poemas de Rimbaud que lo deslumbran. Más tarde Rimbaud lo visitó en su propio hogar, donde vivía con su reciente esposa Mathilde Matué y, rápidamente, entre estos dos espíritus atormentados por el fuego interior de la poesía y del talento, se inicia uno de los más tormentosos, pero productivos romances de las letras en todos los tiempos. Su esposa, Mathilde, bella pero pobre de iniciativa, ya conocía las tendencias de su marido por los bellos efebos. Verlaine, mal borracho, enamoradizo, de temperamento débil, sucumbía ante este joven prodigio de la poesía y sin poder controlar sus sentimientos entraba en un terreno, iluminado, pero prohibido, que le depararía muchos sufrimientos.

Para poderles dar rienda suelta a sus pasiones emigran, primero, a Bélgica y, luego, a Londres, en donde viven un año escandaloso. Ya de regreso, otra vez en Bélgica, en medio de una borrachera y de una agria discusión, Verlaine le hizo dos disparos a Rimbaud, uno de los cuales le dio en la mano. Sin cumplir los 30 años, en 1873, es condenado a 18 meses de prisión, lo que le arruinó no sólo su matrimonio, sino que esta experiencia lo marcaría para siempre.

Si la fortuna y la fama le fueron esquivas en vida, la posteridad, con creces, lo ha premiado. Es uno de los grandes de la poesía universal. Se le encasilla inicialmente como «parnasiano», pero rápidamente entra en la escuela «simbolista» al lado de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Claudel y Valery, todos ellos de gran influencia en la lírica finisecular y del siglo XX. Su mayor característica es su musicalidad.

Sus libros más importantes son: «Poemas saturninos», «Fiestas galantes», «Romanzas sin palabras», «Antaño y hogaño», «La buena canción» y «Paralelamente».

Poemas

Canciones para ella

Compañera sabrosa y buena

a la que he cedido el cuidado

definitivo de mi persona,

tú mi postrer, mi único testigo,

ven acá, querida, para que te bese,

para que te abrace largo y fuerte,

mi corazón con el tuyo late a sus anchas

de amor hasta que llegue la muerte:

     Ámame,

     porque sin ti

     nada puedo,

     nada soy.

        (…)

Qué importa tu pasado, amada mía,

y si a ello vamos, ¡el mío qué importa!:

yo te amo con amor fiel

y tú solamente me has hecho bien.

Reunamos en nuestras sendas miserias

el perdón que nos era negado,

yo te abrazo y tú me estrechas

y al mundo parlero, ¡sus! 

    Ámame,

    porque sin ti

    nada puedo,

    nada soy.

A Arthur Rimbaud

Mortal, ángel Y demonio, como quien dice Rimbaud,

tú ameritas el primer lugar en este mi libro,

aunque algún plumista soso te haya llamado ribaldo

imberbe y monstruo biche y escolapio borracho.

Espirales de incienso y acordes de laúd

señalan tu entrada al templo de la memoria

y tu nombre radiante cantará en la gloria,

porque tú me amabas como tenía qué ser.

Las damas verán a un joven alto y fuerte,

muy guapo, de una belleza campesina y astuta,

¡tan deseable, en la indolencia que osaba!

La historia te ha esculpido en triunfo de la muerte,

de la vida gozando hasta los puros excesos,

¡los pies blancos posados sobre la testa de Envidia!

La angustia

Nada ya me perturba de ti, naturaleza:

ni los campos, ni el eco rojo de pastorales

sicilianos, ni el fuego de pompas aurorales

ni el lánguido y solemne crepúsculo que empieza.

Río ahora del hombre, del verso y la Belleza,

y de los templos griegos y de las espirales

que a los cielos vacíos tienden las catedrales.

Al bien y al mal los miro con la misma extrañeza.

No creo en Dios, reniego de todo pensamiento,

y en cuanto a la ironía del amor, no lo siento

y quiero que no me hablen de esta fábula vieja.

¡Con terror de la muerte y hastiado de la vida,

como nave sin mástiles y en el vaivén perdida,

hacia horribles naufragios mi espíritu apareja!

 

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