

Nace el 13 de junio de 1874 en la villa de María del Río Seco, una aldea de la provincia de Córdoba, Argentina. Su infancia transcurre en un ambiente campesino, de sencillez aldeana. Trabaja junto a su padre en las faenas agrícolas y rurales en las que adquire un asombroso conocimiento de la naturaleza que luego vertería en sus poemas. Luego sus mayores se trasladan a la ciudad de Córdoba, y el joven Leopoldo puede comenzar sus estudios secundarios, los que interrumpe un día por no poder tolerar la disciplina del colegio, pero empieza a leer autores como Nietzsche, Bakunin, Tolstoi y Zolá, quienes le motivan a abrazar la causa del socialismo romántico. Colabora en algunos diarios y revistas con el seudónimo de Gil Paz y a la edad de 20 años ya ha publicado, en dichos medios, sus primeras poesías.
A los 22 años se traslada a Buenos Aires y trabaja como periodista en “La Tribuna”. Se hace, en 1896, amigo de Rubén Darío, quien, llegado recientemente de Chile, se había vinculado como redactor del diario “La Nación”, año en el que el gran bardo nicaragüense había publicado su libro “Prosas profanas”. Nace entonces una gran amistad y una mutua admiración. Funda, cuando tiene 23 años, con José Ingenieros, el periódico “La Montaña”, de ideas de avanzada, lo que les ocasiona múltiples dificultades. En 1798 Lugones publica su primer libro: “Las montañas de oro”, elogiado por Pablo Groussac. Empieza su carrera gloriosa para las letras hispanoamericanas en medio de la animadversión y crítica general de sus paisanos. Más tarde publica “Los crepúsculos del jardín”.
Rubén Darío, con conocimiento de causa, le defiende y expresa que «no cree que haya hoy personalidad superior en América a la de Leopoldo Lugones», lo que sirve para acrecentar su prestigio, pero no para acallar los dardos de sus enemigos. Al igual que Rubén Darío, describe las faenas campesinas, los paisajes de la naturaleza, las epopeyas de su patria con metáforas nuevas y versos musicales. En 1910, con motivo del centenario de la independencia de su patria, publica una de sus obras capitales: “Odas seculares”, extraordinarios cantos a su tierra natal. Paralelamente escribe obras en prosa, con gran dominio de la lengua española y erudición, como: “El imperio jesuítico”, “Piedras liminares”, “Historia de Sarmiento”.
Fue siempre un hombre de escasos recursos económicos. Difícilmente se ganaba para el pan diario pues ocupó siempre puestos de bajo relieve; sin embargo, pudo viajar varias veces a Europa y vivir algún tiempo con su esposa, en París, en donde dirigió una revista, además de enviar sus colaboraciones habituales al diario “La Nación”, el más prestigioso de Argentina. Todas sus poesías son clásicas, rimadas, musicales, con bellas metáforas, armoniosas, culteranas, llenas de colorido. Excelente conversador, alegre, con diálogos ingeniosos, sin solemnidad. No perteneció a ninguna escuela literaria, aunque pasó por todas ellas: romántico, parnasiano, simbolista. Nunca se preocupó por estar en las vanguardias de moda; empero, es considerado, sobre todo por su amistad con Rubén Darío, un Modernista. Inexplicablemente en 1938 se suicida. Entre sus otros libros podemos destacar: “Lunario sentimental”, “Romancero” y “Poemas solariegos”. El mejor homenaje póstumo se lo haría Jorge Luis Borges al dedicarle, en 1960, “El hacedor”.
Antes de hallar escondida
La miel divina en tus labios,
Pregunté en vano a los sabios
El secreto de la vida.
Tras de afanoso indagar,
Hasta que llegué a quererte,
El misterio de la muerte
Nadie me supo explicar.
Pero desde que me hiere
Sin compasión el amor,
Sé, como enfermo y doctor,
Por qué se vive y se muere.
Lector, si bien amaste, y con tu poco
De poeta y de loco descubriste
La razón que hay para volverse loco
De amor, y la nobleza de lo triste;
Si has aprendido, así, a leer la estrella
En los ojos leales de la Esposa,
Y alcanzaste a saber por qué es más bella
La soledad que la tardía rosa;
Si una mañana el cielo a tu ventana
La mariposa azul enviarte quiso;
Si has mordido hasta el fondo tu manzana,
Contento de arriesgarle el Paraíso;
(…)
Así forma la vida tu tesoro;
Que así las penas como los placeres,
En cada hora te dan su gota de oro.
Pero el buen dorador tú mismo lo eres.
Como sólo al arder rinde el incienso
Su plenitud de aroma, vive y ama,
Para que en onda de perfume inmenso
Te alce al azul la valerosa llama. (…)
I
Fiel al tormento que me desgarra,
Cual todo amante digno de amar,
Vengo a llorarte con mi guitarra
Las cosas que ella sabe llorar.
Tú también sabes que éste es mi modo
De irme muriendo de amor por ti;
Pues si quererte, mi vida, es todo
¿Quién no se muere de amar así?
Entre las cuerdas, sordo y convulso
Como un quejido, divaga el Són,
Porque en los dedos con que las pulso
Me duele un poco el corazón.
Es que, glorioso con mis cadenas,
Cantando aumento mi padecer,
Que no hay compañía como estas penas.
Para morirse … para querer…