Cuando salí de Cuba… dejé a un poeta colombiano exiliado, por Carlos Arboleda González

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Cuando salí de Cuba… dejé a un poeta colombiano exiliado

Por Carlos Arboleda González

Estuve en el mes de junio de 2002, en Cuba Aproveché el viaje para visitar a un amigo: José Luis Díaz-Granados. Pensé, inicialmente, cuando lo llamé, el domingo por la tarde del 23 del junio, que vivía en esta isla por gusto o por cuestiones de trabajo. Pero la realidad era otra: dolorosa, amarga, injusta.

Él es un prestigioso escritor, novelista y poeta samario, residenciado desde pequeño en Bogotá y quien tuvo que irse de Colombia ante las insistentes y comprobadas amenazas, hace dos años y medio, debido a la intolerancia política de nuestro país, por haber desempeñado, durante varios años, el cargo de presidente de la Casa de la Amistad Colombo-Cubana. A causa de la inminencia de estas intimidaciones se exilió con Gladys, su señora, y Carolina, su hija de siete años, dejando un modesto cargo en la Contraloría Distrital de Bogotá, que le permitía vivir dignamente. 

Reside en La Habana, en el viejo barrio El Vedado, en un pequeño apartamento que le facilitó el Estado en el Edificio de la Radio y Televisión Cubana. Cuando llegué, ese domingo,  me esperaba con la cordialidad que le ha sido característica y media botella de ron, pues, según me dijo,  sentía una gran alegría por encontrarse  con un paisano, amigo suyo, como lo soy yo. No es grata la experiencia de un exiliado. El hecho de no poder regresar a su tierra; la imposibilidad de ver al resto de su familia; recibir, de manera indirecta, noticias sobre la suerte de su país; abstenerse de disfrutar la comida típica, son situaciones nada gratificantes. Fuera de nuestra patria, como lo dice Gabriel García Márquez, extrañamos el “olor de la guayaba”. La nostalgia de Gladys y José Luis por Colombia y todo lo que ella representa era palpable. Sólo se alegraban por la excelente educación que estaba recibiendo Carolina, muy superior a la colombiana.

Gladys, debido a que José Luis es primo de García Márquez, consiguió emplearse como secretaria de la Fundación de Cine que tiene nuestro premio Nobel en Cuba. El poeta se gana unos pocos dólares gracias a las contribuciones que recibe por sus escritos en algunas revistas y periódicos de  la isla. 

Cuando les manifesté, a las seis y media de la tarde, que debía irme para asistir a la última función del festival del bolero, me manifestaron el deseo de acompañarme, con Carolina, a tomar el taxi. Ellos viven en un cuarto piso. Al entrar en el ascensor fui presentado al operador Lenín Jesús, que, como es su costumbre, desde el medio día  ya está “prendido” (con “ron de la pipa” o ron casero, como le dicen allí; es un ron barato). Con buen humor me contó, ante mi insistencia e intriga, la historia de su simpático nombre: “Yo me llamo Lenín Jesús. Mi papá en los años cuarenta era un comunista furibundo; cuando nací y fue a bautizarme quería  ponerme el nombre de Stalin, pero el cura se opuso rotundamente, pues no consideraba justo colocarle a una pobre criatura el nombre de quien había mandado a matar a cuarenta millones de campesinos rusos. Entonces mi padre le dijo al cura que si no me daba ese nombre, no me bautizaría y que por su culpa su hijo quedaría condenado a ser un réprobo. Ante tal situación el sacerdote se transó por un nombre menos desafiante. Mi padre propuso el de Lenín. Pero el cura, ya envalentonado, lo aceptó con la condición de que se le agregara otro cristiano. Y recomendó el de Jesús. Desde entonces -dice el ascensorista-, estoy bien con Dios y con el diablo”.

Antes de tomar el taxi y agradecerle a José Luis la hospitalidad, en el preciso momento en el que lo abracé, vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas, lo mismo que los de su señora. Inmediatamente, los míos también se nublaron. Nos dimos, entre los tres, un fuerte pero triste abrazo de despedida. En el trayecto hasta el hotel sólo lloré: lloré de tristeza por unos amigos que se encontraban en esa dramática situación; lloré de rabia por la intolerancia de mi país; lloré al ver la situación de un poeta de alma limpia y con una ternura a flor de piel, incapaz de hacerle mal a alguien. ¡Lástima que en mi patria colombiana no pueda vivir un hombre sensible y lleno de bondad como José Luis Díaz-Granados! Con su partida, nuestras letras ya no son las mismas: han perdido alegría y la poesía está de duelo. Lamentamos también que su cumpleaños, el pasado 15 de julio, no lo haya celebrado con sus amigos y familiares en Bogotá, declamando poesía y contando anécdotas, como seguramente solía hacerlo.

 

 

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